Después de un viaje que pareció mas largo que siempre, llegamos al encuentro del oxígeno visual y mental por el que vinimos. El paisaje siempre fiel, nos recibió con sus celestes guardapolvos de mar y vaivenes de olas, surcando nuestros ojos de verde naturaleza y lagrimas de lluvia para curarnos de tanta rutina de cemento y trabajo. La apacible danza de las costas nos habló en su idioma de un pulso acelerado en las espaldas “casi” sin notarlo y debíamos abandonar en esos días de vacaciones. Así, permitimos respirarnos y bruñirnos por la tranquilidad del lugar como eslabones engranados. Fueron días de descubrimientos, los mismos de cada venida pero siempre sorprendente y disfrutable, masajes y mimos intangibles a nuestra limitada humanidad que necesitaba reinventarse; y aquí, sin relojes estrechos, sin tecnología, ni caras conocidas, fue reparador reencontrarnos. El diagnostico y sus resultados fueron acertados, a poco de llegar perdimos la noción del tiempo y los días. Descubrimos que sigue cayendo el atardecer sobre las fauces de algún paisaje en cuestión de instantes, estemos atentos o no, pero esta vez tomamos la precaución de inmortalizar esos momentos en nuestras mentes, visitamos playas, acantilados, lagunas, centros…
Colores que poco a poco fueron prendándose en nuestros cuerpos y fusionándose en nosotros para armonizar algunas sombras y ojeras, reivindicamos así, las arrugas de la risa con satisfacción, trepamos escaleras, pescamos, mezclamos actividades tan disímiles como juntar piñas, comprar calzados o mandarnos a hacer remeras personales.
Preparar nuestros cuerpos, fue un volver a descubrirse. La desnudez y despreocupación de torsos, muslos y extremidades ocultas, rápidamente estuvieron listas para sanarse de tanto invierno, acción que resulta siempre la antesala de comenzar a acariciarse con la mirada y acabar en las sábanas, las mismas que guardaran por siempre nuestros secretos, deseos y felices agotamientos, bordando placeres y lujurias al silencio de un niño que es mecido por alguna sabana nodriza que acuna encantada en cada luna los cansancios de arena y mar mientras vela al mismo tiempo por sus dulces sueños de almohada y plumón.
Todo se convirtió en placer eterno y diversión, acciones que formarán por siempre parte importante de nuestro arcòn de los recuerdos, donde una vez, dejamos de ser un poco cada uno, para formar un mejor nosotros.
Colores que poco a poco fueron prendándose en nuestros cuerpos y fusionándose en nosotros para armonizar algunas sombras y ojeras, reivindicamos así, las arrugas de la risa con satisfacción, trepamos escaleras, pescamos, mezclamos actividades tan disímiles como juntar piñas, comprar calzados o mandarnos a hacer remeras personales.
Preparar nuestros cuerpos, fue un volver a descubrirse. La desnudez y despreocupación de torsos, muslos y extremidades ocultas, rápidamente estuvieron listas para sanarse de tanto invierno, acción que resulta siempre la antesala de comenzar a acariciarse con la mirada y acabar en las sábanas, las mismas que guardaran por siempre nuestros secretos, deseos y felices agotamientos, bordando placeres y lujurias al silencio de un niño que es mecido por alguna sabana nodriza que acuna encantada en cada luna los cansancios de arena y mar mientras vela al mismo tiempo por sus dulces sueños de almohada y plumón.
Todo se convirtió en placer eterno y diversión, acciones que formarán por siempre parte importante de nuestro arcòn de los recuerdos, donde una vez, dejamos de ser un poco cada uno, para formar un mejor nosotros.
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