La lluvia no cesa, pero a él poco parece importarle. En sus narices el mundo gira, avanza neutral y grisáceo, como una imagen detenida. Y aunque la gente circundante pasa, corre… nada lo desconocentra de su meta. Así camina, charco a charco; apretando su tesoro, su pecho ahora con sabor a rosa mullido, a flores de otoño mordiendo las ansias de un verano. Lleno de números. Coordendas y todas esas texturas poco conocidas y tan deseadas. De a ratos mira en su interior como confirmando que allí sigue, entre su pecho y antebrazo, atrapada y a la vez resguardada de la tormenta.
Su agenda –la de ella- la excusa que la traerá hacia él.
Todo estuvo planeado –como de costumbre- desde un principio. El departamento, inigualable prolongación de su personalidad, las tantas charlas nocturnas compartiendo vivencias, compañía y ese maldito trabajo… cuan dificil fue el ingreso a ese puesto para lograr acercarse a contemplarla en aquellos metros cuadrados, ahora tan ajenos como lejanos.
Una relación fecundada desde una irreal casualidad que él bien supo disfrazar.
Una relación fecundada desde una irreal casualidad que él bien supo disfrazar.
Ella y él –escritorio de por medio- miradas evaporadas, silencios de distintos colores y misterios. Todo acabaría por fin y esos dos hombres que en realidad eran uno, hoy se fundirían impertinentes.
La confianza y suavidad del compañero y la despotricada locura del segundo con todas las promesas guardadas en su memoria como bolsillo; deudas contraídas que ella por inocente o inconciente habría confesado cumplir…
En la calle, la lluvia no deja de caer. Las llaves chillan entre sus ansiosas y húmedas manos, tiemblan de ansiedad frente al pestillo y cerradura, pero una vez adentro enciende las luces, toma la agenda y luego de recorrerla como un ciego degustando su mejor lectura, empuña el telefono con la total seguridad obtenida y respirando profundo; marca los ocho números necesarios para finalmente devolver –quizá- aquella agenda a su dueña.
Imagen; fuente internet